El comportamiento, una bala contra la COVID-19
Noviembre de 2016. En su novena Conferencia Mundial de Promoción de la Salud, la Organización Mundial de la Salud (OMS) lanza 12 consejos para mantener a la población sana: vacunarse, hacer ejercicio, seguir una dieta saludable, practicar sexo seguro, gestionar el estrés, acudir a chequeos médicos periódicos y llevar unas pautas de higiene adecuadas, entre otros. Con estas medidas pueden prevenirse diversas enfermedades asociadas directamente al comportamiento de la población, como afecciones respiratorias o cardiovasculares, ictus, diabetes, ciertos cánceres y un sinfín de otras dolencias.
Marzo de 2020. El virus SARS-CoV-2 se ha extendido por todo el mundo. La OMS suministra información sobre los comportamientos necesarios para prevenir los contagios. Pero se trata de una mera prescripción de lo que las personas «deben hacer».
Cabría pensar que las campañas informativas sobre las conductas saludables que deben llevarse a cabo bastarían para evitar la aparición o transmisión de enfermedades, pero en la pandemia de la COVID-19, como en otras muchas ocasiones, esas explicaciones resultan insuficientes, puesto que no tienen un efecto directo en gran parte de la población. Por ello, se requiere una herramienta más refinada y específica: el diseño del comportamiento.
Diseño del comportamiento poblacional
A esta conclusión también han llegado diversos investigadores de las universidades Yale, Harvard y Stanford, según afirman en un estudio prepublicado en marzo de 2020 en Nature Human Behavior. «Debido a que la crisis [de la pandemia de COVID-19] requiere un cambio de conducta a gran escala [...], los conocimientos de las ciencias sociales y del comportamiento pueden utilizarse para ayudar a ajustar el comportamiento humano a las recomendaciones de los epidemiólogos y los expertos en salud pública», escriben. Decisiones aparentemente tan simples como mantener el confinamiento, lavarse las manos con asiduidad, usar mascarilla, no tocarse la cara cuando se está en la calle o desinfectar los objetos que puedan estar contaminados se transforman, de este modo, en conductas que pueden ser la diferencia entre la vida y la muerte de muchas personas.
Con la pandemia del SARS-CoV-2, quizá por primera vez —aunque posiblemente no la última—, el diseño del comportamiento ha adquirido una función esencial en la salud pública. En palabras de Deborah Birx, coordinadora del Equipo de Trabajo para Combatir el Coronavirus de la Casa Blanca, pronunciadas en una rueda de prensa en marzo de este año, en pleno aumento del número de contagios en la ciudad de Nueva York: «No hay bala mágica. No hay vacuna mágica ni terapia. Es solo comportamiento».
Pero conseguir que los ciudadanos de cualquier edad, origen o profesión ajusten su conducta a las recomendaciones que las autoridades sanitarias emiten en cada momento supone un gran reto. Desde las ciencias del comportamiento se proponen diversas estrategias. También se advierte de los obstáculos con los que se enfrenta la simple información.
El peligro de los sesgos cognitivos
Partimos de una premisa bien conocida en la promoción de la salud: informar a la población sobre las medidas que se deben tomar, de las conductas que se deben llevar a cabo y sobre las que hay que evitar no garantiza que todo eso ocurra. De ser así, una pandemia como la de COVID-19 podría haberse controlado fácilmente cuando aparecieron los primeros casos de infectados. Pero no ha sido así.
Los motivos que llevan a los ciudadanos a no realizar las conductas que nos protegen (lavarse las manos, mantener el distanciamiento social, respetar el confinamiento, no tocarse la cara, etcétera) son variados. Por un lado, nos encontramos con simples descuidos que se producen porque la mayoría de las personas efectúan conductas prácticamente de forma automática, entre ellas, tocarse la cara (un estudio de la Universidad de Nueva Gales del Sur con alumnos de medicina reveló que estos se tocaban la cara unas dos veces por minuto). Por otro lado, los sesgos cognitivos nos llevan a elaborar juicios inexactos e interpretaciones irracionales. A grandes rasgos, y como demostraron los psicólogos Daniel Kahneman y Amos Tversky en 1972, un sesgo cognitivo pone en evidencia que los humanos somos más irracionales de lo que creemos.
El sesgo de confirmación nos empuja a considerar cierto aquello que pensamos. Si una persona cree que la mayoría de los ciudadanos están rompiendo la cuarentena, tenderá a fijarse solo en noticias en las que los medios de comunicación den cuenta de casos de infractores, detenciones y sanciones aplicadas por no respetar el confinamiento, obviando la información de que la inmensa mayoría de la ciudadanía sí lo hace.
De la misma manera, a causa del llamado efecto ancla, muchas personas pueden equiparar la COVID-19 con la gripe estacional, explicación sobre los síntomas que utilizaron inicialmente los medios de comunicación. A partir de ahí, se tiende a evaluar la afección tomando como referencia la gripe estacional e incluso el número de muertos que esta produce al año. ¿Se imagina usted qué hubiera pasado si desde un primer momento se hubiese equiparado la COVID-19 con el ébola? Posiblemente, el pánico se habría apoderado de la mayor parte de la población por tener como «ancla» una enfermedad mucho más mortífera que la gripe estacional.
Otros dos sesgos que se encuentran en la base del mantenimiento de conductas son el de optimismo y el de la ilusión de control. El primero, grosso modo, nos lleva a creer que nosotros, por el hecho de ser nosotros, tenemos menos probabilidades de contraer la enfermedad y, que en caso de contraerla, no nos afectará «demasiado». El sesgo de la ilusión de control nos hará pensar que algunas acciones concretas (acaparar papel higiénico o rollos de cocina) nos permiten «controlar la situación».
Cómo modificar el comportamiento
Un medicamento, por muy avalado que esté científicamente, precisa un elemento básico para que tenga efecto: que el paciente se lo tome. En una pandemia como la de COVID-19 podríamos decir algo parecido. El factor conductual básico para que las medidas de higiene y de distanciamiento social tengan un efecto sobre el número de contagiados es que las personas hagan lo que se les indica.
En este terreno, el diseño del comportamiento adopta un papel esencial. Esta ciencia transdisciplinar empezó a desarrollarse en 1988 tras la publicación del libro La psicología de los objetos cotidianos, en el que Donald Norman, profesor de la Universidad de California en San Diego, empezó a aplicar conocimientos derivados de su actividad en psicología experimental y psicología cognitiva al diseño de los objetos cotidianos. En 2007, Brian Jeffrey Fogg, psicólogo de la Universidad Stanford y director del Laboratorio de Diseño del Comportamiento de dicha universidad, desarrolló un modelo teórico sobre el comportamiento humano, el cual ha servido de inspiración para muchos otros psicólogos y expertos en comunicación que han desarrollando sus propios modelos del comportamiento.
Veamos cuatro de estas propuestas.
1. El modelo de comportamiento de Fogg
La idea central del modelo de Fogg estriba en que si quieres que se hagan las cosas debes hacer que sean simples y fáciles para las personas. Y en esa búsqueda de la simplicidad, de lo rápido y fácil se centra, en gran medida, el diseño del comportamiento.
Este psicólogo considera que una conducta (lavarse las manos para prevenir el contagio, por ejemplo) ocurre cuando se cumplen tres requisitos: existe un nivel de motivación adecuado, la persona tiene la capacidad para ejecutar la acción y aparece una señal, un «disparador», para que se lleve a cabo esa conducta. Fogg lo resume en una sencilla fórmula: B = MAP (siglas en inglés de «Comportamiento = Motivación, Capacidad y Estímulo»). Si alguno de esos elementos falta o no se halla en la cantidad suficiente (si la persona en cuestión se encuentra poco motivada o la tarea le resulta excesivamente complicada), el comportamiento no se producirá.
2. La rueda del cambio de comportamiento
En la misma línea, Susan Michie, psicóloga de la salud del Colegio Universitario de Londres (UCL), junto con sus colaboradores, ha trabajado en sistemas útiles para el diseño del comportamiento de la población. Su «rueda del cambio de comportamiento», desarrollada en 2011, parte de la idea que la autora resume con el acrónimo COM-B , es decir, comportamiento basado en la Capacidad, Oportunidad y Motivación.
La capacidad se define como las facultades psicológicas y físicas del individuo para participar en la actividad en cuestión; de este modo, incluye tener los conocimientos y las habilidades necesarias (por ejemplo, disponer de una mascarilla y saber utilizarla). La motivación son todos los procesos que energizan y dirigen el comportamiento, no solo los objetivos, sino también la conciencia y la toma de decisiones (el convencimiento de que la mascarilla nos protege). Por último, la oportunidad incluye los factores externos al individuo que hacen posible o impulsan el comportamiento (siguiendo con el ejemplo de la mascarilla, el hecho de entrar en una zona de peligro de contagio o ver un cartel donde se pida usarla).
3. El modelo de diseño de sistemas persuasivos
Dentro del diseño del comportamiento entra, asimismo, la «persuasión tecnológica», término que acuñó Fogg en 2002 y que se refiere al hecho de incorporar elementos de persuasión y de influencia social en las aplicaciones para teléfonos móviles, páginas web, videojuegos y, en general, en cualquier dispositivo tecnológico. El «modelo de diseño de sistemas persuasivos» que desarrollaron Harri Oinas-Kukkonen y Marja Harjumaa, de Universidad de Oulu, en 2009, incluye algunas de las ideas que Fogg plasmó en su libro Persuasive technology.
De acuerdo con este modelo existen cuatro categorías principales a tener en cuenta en el diseño del comportamiento: apoyo a la tarea principal, apoyo al diálogo, apoyo a la credibilidad y apoyo social.
Ejemplificaremos este modelo con una aplicación móvil encaminada a identificar a las personas que han estado en contacto con otras infectadas. Para cumplir la primera categoría, el apoyo a la tarea principal, sería necesario clarificar por qué se ha desarrollado una aplicación semejante, exponer sus garantías técnicas, éticas y legales, definir a quién va dirigida y el contexto en el que se ha diseñado (una aplicación de este tipo tendrá una aceptación muy diferente en plena pandemia de COVID-19 que hace un año). En lo relativo al apoyo al diálogo, se propondría un tipo de información por parte de las autoridades sanitarias y en forma de mensajes, que agradeciera a los usuarios su esfuerzo para contener la epidemia, así como elogios y palabras de apoyo para continuar su labor. En definitiva, mensajes que aumentaran la motivación de las personas para utilizarla. Para cumplir la dimensión de credibilidad, la aplicación debería incorporar la información de los organismos oficiales y los científicos que la auspician y apoyan el uso del dispositivo. También deben garantizarse la protección de datos y los consentimientos necesarios.
Por último, en la dimensión de apoyo social, los diseñadores tendrían que incorporar los testimonios de personajes populares e influyentes que recomienden el uso de la aplicación. Asimismo, se le podría ofrecer al usuario información sobre el porcentaje de personas de su zona de residencia que la utilizan, recalcando su carácter voluntario, solidario y responsable.
4. La teoría del acicate
Desde la economía del comportamiento podríamos integrar en el diseño del comportamiento la teoría del acicate, basada en pequeños incentivos o «empujones». Aunque los economistas de la conducta Richard Thaler y Cass Sunstein la elaboraron a mediados de los años noventa del siglo pasado, fue en 2008 cuando se popularizó gracias a su libro Nudge (publicado en español en 2009).
La teoría del acicate se basa en la idea de modificar la conducta de las personas cambiando la forma de presentar las posibles opciones en el momento de tomar una decisión. Un ejemplo de esta estrategia en la pandemia de COVID-19 lo encontramos en las marcas en el suelo que indican la distancia que debemos mantener con la siguiente persona en la cola de un supermercado.
Estos acicates o incentivos resultan herramientas muy importantes para contrarrestar el efecto de los sesgos cognitivos que pueden hallarse en la base de comportamientos inadecuados. De esta manera, ayudan a neutralizar el sesgo del falso consenso, es decir, la tendencia a juzgar que las propias opiniones, creencias, evaluaciones e incluso conductas son las más habituales, las que «la mayoría de la gente hace o piensa». En el caso de los jóvenes que, con el argumento de que «es lo que hacen los demás», pretenden romper el confinamiento, un buen incentivo consistiría en colocar en las marquesinas del transporte público imágenes de personalidades con influencia sobre ellos (por ejemplo, un youtuber famoso) que transmitan la idea de que respetar el confinamiento es lo que hace la mayoría de los jóvenes.
La comunicación persuasiva
La comunicación persuasiva y el uso de las redes sociales adquieren una importancia trascendental en situaciones de pandemia para promover el cambio de comportamiento. Sobre todo cuando informar no resulta suficiente para lograr el cambio conductual en la población. Deben combinarse los conocimientos sobre el comportamiento humano y la estructuración de un mensaje.
Robert Cialdini, psicólogo y profesor en la Universidad Estatal de Arizona, estableció en 2009 en su obra Influencia seis principios básicos para conseguir la influencia social y la persuasión: reciprocidad, escasez, autoridad, coherencia, consenso social y agradabilidad.
En estos días, todos estos principios se utilizan con profusión tanto por parte de las autoridades sanitarias como por los medios de comunicación en su labor de servicio público. El principio de escasez entró en juego al inicio del confinamiento: ante el acopio de papel higiénico, se lanzaron mensajes de tranquilidad. Pero, en este caso, las autoridades sanitarias y los medios de comunicación emplearon el principio de manera inversa, ya que mostraron imágenes de estanterías llenas en los supermercados y testimonios de clientes y proveedores que aseguraban que el abastecimiento estaba garantizado. De este modo, se neutralizó la tendencia al acaparamiento y, posiblemente, se evitaron conflictos sociales.
El principio de autoridad se utiliza en estos días cuando, por ejemplo, los epidemiólogos (personas con autoridad en el terreno de las pandemias) ratifican o apoyan las indicaciones de la Administración. Y el de coherencia, cuando se nos indica que tenemos que seguir «resistiendo» el confinamiento teniendo en cuenta lo que «hemos logrado hasta ahora» y subrayando el compromiso personal que hemos adquirido cada uno. El consenso o la norma social destaca cuando se informa a los ciudadanos de que «lo correcto», «lo responsable» y lo que hace la mayoría de la ciudadanía es respetar el confinamiento y el resto de las medidas de prevención. Este principio se refuerza a diario con personajes populares de los más diversos ámbitos profesionales que aparecen en programas televisivos para, desde su domicilio, transmitir mensajes de solidaridad con quienes «siguen las normas y hacen lo correcto».
El principio de agradabilidad surge cuando personas «como nosotros», tan asustadas y preocupadas como pueda estarlo cualquiera, se crecen frente a la adversidad. Identificarnos con ellos es una estrategia de persuasión que refuerza nuestro comportamiento. Finalmente, la reciprocidad surge cada día a las ocho de la tarde, cuando se «compensa» en forma de aplauso a los servicios sanitarios y, en general, a los servicios básicos que facilitan el confinamiento por el gran esfuerzo que realizan. También cuando estos aplauden a los pacientes por su valentía y esfuerzo por mantener las medidas de protección, entre ellas, el aislamiento.
Artículo publicado en: https://www.investigacionyciencia.es/